Una rama cayó en mi cara,
levemente se estiraron mis pies;
Significaba que pronto me apurara
puesto que ya eran las seis.
Quería gritar a despertarlo
aunque su nombre aun no sabía.
Tal vez pueda que lo sepa algún día,
había tiempo suficiente todavía.
Hubo cierto olor a nuestro rededor,
un interesante y fuerte hedor
característico de ese lugar.
Se nos impregno algo de bacalao.
Los pequeños rayos de sol
descendían de poco a poco a nuestra cara.
Lo de anoche no fue tan recordado,
pero muchas enseñanzas ha dejado.
Estaba entre el dilema de quedarme y volver,
de olvidar y vivir, de callar y soñar.
Pero temí no volverlo a ver,
aquél que debí defender.
Cuando quise decidirme,
dos pequeños pómulos enrojecieron
y unos barullos a escuchar se dieron:
Se había despertado. Alegre y firme.
Ese mercado a nuestra diestra,
con vendedores de pescado y menestra,
era popular donde vivía.
Nombre de nación que ya no existía.
También hubieron chicos como yo vendiendo,
y su espíritu nunca desfalleciendo.
Eso siempre envidie, de forma lozana.
Su manera de amar y no rendirse, creciendo.
El estómago rugiendo nos menguaba
nuestro entusiasmo de ver el amanecer.
Yo creo que ni él las ganas se aguantaba
de probar maicena blanca. ¡Qué exquisitez!
Faltaba una hora para apresurar mi decisión.
“Busquemos algo de comida”, fue lo que argumentó.
Sin titubear, lo acompañé hacia ese verde portón
donde la gente nos apretujaba a montón.
Era la entrada del mercado que tanto escuché,
aquel que nunca fui
o al menos me rehusé a ir.
Así, su mano fuerte apretujé…
No tuve nada que temer.