<<Veintitrés de diciembre del
noventa y dos>>, decía
un tablero iluminado.
El viento nocturno intentaba cada vez abrazar
a un niño trigueño. Opuesto a este, existía el calor sofocante de las grandes
masas que alrededor de él estaban. Apretujándose, gritando como si fuera el fin del mundo.
Comenzó entonces a surgir muchas clases de ruidos, hedores, empujones y
diversos tipos de palabras sin sentido.
— Guido
toma mi mano, de lo contrario te perderás — Exhaló una voz femenina, juntando sus blandas manos a las del chico,
que presuntamente era su vástago.
Guido
estaba tan nervioso. Incluso, sus ganas de regurgitar fueron aproximándose a
medida que se atiborraban las calles. Desde la avenida Nueve de Octubre, hasta quién sabe dónde, se movilizaron cientos
de personas. Quizás sean del sur de la ciudad, o tal vez de las lejanas partes
del norte. Gracias a una especie de pancarta en un poste de luz, llegó a saber
que dichas personas hacían todo esto por un mendigo juguete. Debían esperar afuera
de ese edificio enorme; la impaciencia de este chico no podía tolerar más. Con
un ligero “coscorrón” le hicieron templar su espíritu, aunque él esperaba que
fuese de una forma más sutil. Sumiso,
tuvo que acatar todo y esperar a que le llegara el turno de recibir la pelotita
de color púrpura con manchas amarillas.
Hasta
que una señora, de ceño algo fruncido, hablaba a las grandes masas en un tono
muy enérgico. Sus palabras eran muy difíciles de asimilar. Su juego áurico de
bisutería complementaba su actitud cuasi dictadora. Varios minutos pasaron, y
la señora se entró como si nada. Al rato de diez minutos, una enorme bolsa fue
empujada por tres señores altos y fornidos, con protecciones en su cuerpo cual
robustas armaduras. Uno de ellos, con guante de látex puesto, empezó a abrir
dicha bolsa. La presuntuosa señora alzó su mano llena de brazaletes y la
sumergió en esa gran funda que le habían traído. De ella sacó una muñeca,
simple y desmechada. Con unas cuantas palabras de preámbulo, procedió a
arrojarla a un punto indefinido, donde a ella le placiese en gana. Al momento
que la muñeca descendía, un cúmulo de personas esperaba afanosas su llegada.
Así, empezó a hacer lo mismo con los otros juguetes. Un dinosaurio de plástico
fue lanzado a la calle, y rondaron señoras en torno a este para llevárselo.
Pareciese como el dueño tirándole las sobras al perro.
Inesperadamente,
una señora gritó:
— ¡Guido,
hijo, ten cuidado!
Un
objeto misterioso cayó sobre la cabeza del niño. Le había dolido demasiado,
tanto así que delgadas lágrimas pudieron revelarse. Se había percatado que era
una de las pelotas que estaban arrojando desde arriba, la misma que se alejaba
cada vez más de él. Comenzó a perseguirla, puesto que era el regalo que más
deseaba esta navidad. Se sentía aprisionada por tan horrorosa cantidad de
personas, no tenía entera libertad para rodar. Cuando la alcanzó por completo, Guido
se dio cuenta que arribó a los asientos frente al Rio Guayas. Le aliviaba saber
que no había multitud en ese lugar. Sentado, se puso a imaginarse muchas cosas
como siempre.
Su
llegada a este concurrido lugar no fue en vano, pudo obtener lo que tanto
deseaba. Eran las ocho de la noche, y no tenía rastros de sueño. La torre del
reloj cercano suyo tampoco mentía. No había vendedores ambulantes a su rededor.
Aparentemente todo estaba perfecto. Sin embargo, desde muy adentro de su pecho
sentía que algo esperaba, o quizás solo era idea suya.
Su
madre luego vino toda alborotada hacia él, exhalando rápidamente como si
estuviese en peligro de muerte.
— ¿Dónde
crees que te habías metido, Guido? — Gritó enfadada, con sus ojos
atizados de cólera.
— Mi
pelota se había rodado hasta aquí— Respondió titubeante,
enseñando tímidamente su pequeña pelota.
— Ya
no importa. — Contestándole con cierto desinterés— Compraré
algo de tomar, quédate aquí sentadito. De ahí nos iremos a casa, los carros a
esta hora no pasan tan seguidos. ¡Caray! —Exclamaba cogiendo de su bolso su
aterciopelada chauchera.
Así
que siguió sentado. Empezó a dar ligeros bostezos y sus ojos lagrimeaban de
cansancio. Su única distracción en ese instante fue su pelota, aquella que la
abrazaba con mucho candor y seguridad. Dejó un lado ese día sedentario solo por
recibir esta pelota. Las manchitas amarillas brillaban con la luna, y la hacían
complementarse aún más con el púrpura.
A
su derecha se podía encontrar un enorme árbol. A ciencia exacta, no se podía
determinar qué clase de árbol era, pero su prominente y añejado tronco leñoso
hacía pensar que era uno especial. También
parecía muy extraño, porque era el único que en su alrededor no habían afrentas
blancas ni nada pintado. Con verlo de lejos no se satisfacía, así que Guido se
acercó un poco más. Con pasos sutiles, pero seguros; con mirada extraviada,
pero irónicamente segura. Hasta que su pie tropezó con el borde de concreto que
protegía al árbol. Dentro de ese perímetro había un pequeño lecho de hojitas,
quizás eran tréboles o alguna otra clase de planta que aun no sabía. Con su
mano, empezó a tocar el árbol poco a poco. Pudo sentir cómo cada corteza podía
hacer contacto con la más ínfima parte de su cuerpo. ¡Era una mezcla
exorbitante de emociones!
— Y
yo que pensé era el único que podía detectarlo. —exclamó
alguien detrás de Guido.
Volteó.
Un chico más alto que él se apareció. Guido no sabía si hablar con él simulando
amabilidad y respeto, o simplemente huir por el miedo a la gente extraña.
— Tranquilo.
No soy malo. ¡En serio!— Lo habló con tanta
sutileza, que lo persuadió al instante.
— No
lo conozco. —Respondió Guido seguro —
¿Cómo se llama, señor?
— ¡Vamos,
no soy tan viejo! —Soltó ligeras carcajadas— Mi
nombre es Damián Sotomayor, pero simplemente llámame Damián. ¿Qué me dices de
ti?
— Mi nombre es Guido
Benalcázar Ruiz. Tengo tres años con nueve meses y soy guayaquileño de corazón. —Respondió
turbado.
— Un
gusto, Guido. Mira, yo también soy guayaquileño aunque mi edad difiere mucho de
la tuya. Tengo once años, y en tres meses cumpliré los doce.
Asintió
el niño con su cabeza, y se quedaron los dos casi medio minuto sin decir nada. Sus
miradas se tornaron a ese viejo y frondoso árbol que tenían cerca, como si
querían robárselo. Cada uno estaba pendiente del movimiento del otro, por si
llegase a ocurrir alguna acción malintencionada.
Su
efímera ilusión fue arruinada por unos estrepitosos pasos que se acercaban cada
vez más a ellos. Un sonido alto de fricción fue el acabose de dichos pasos
tremulosos. Ambos chicos lanzaron sagazmente la mirada hacia la persona
causante, pero solo Damián pudo entrar en un gran pánico.
— No
puede ser… — Susurró para sí mismo.
El
hombre poseía unos zapatos cafés, con forma de cabeza de cocodrilo. Su prenda
se veía refinada. En sus brazos, un reloj de oro suizo. Colgando de su cuello,
una especie de orbe roja, como tomate. Su mirada encrespada hacía que toda su
indumentaria fuera lo más simple del mundo.
— Ahora
si no escaparás, jovencito. — Dijo
el señor, entremezclándolo con ira y diversión.
— ¡Nunca!
— Gritó firmemente Damián.
El
señor se abalanzó contra Damián. Guido había sido testigo de una esporádica
riña, quizás la primera que había experimentado en su vida. Sin embargo, no
podía hacer nada, puesto que eran “problemas de mayores”. Solamente fue presa
del miedo, quedándose perplejo por varios minutos. Observaba las velludas manos
del señor entrelazando los brazos de Damián. De cómo ambos destilaban algo que
no era precisamente sudor.
Hubo
un movimiento brusco, que hizo a Guido retroceder un poco de donde estaba. Lo
que él no sabía es que se encontraba justo detrás de un barandal, aquel hecho
por sogas marineras de antaño. Sintió la gélida sirga tocando su espalda. Todo
su miedo se concentró en un solo punto, y fue descendiendo lentamente hasta sus
delicados pies. Sus ojos comenzaron a desorbitarse, como si estuviera
extraviado en la selva más inhóspita. Su afable rostro se tornó como papel
desgastado. Fue algo que él no había previsto, mucho menos querido evitar.
Y
cuando Guido estaba a punto de caer, lo detuvo ágilmente una mano más fuerte.
Cuando alzó la mirada, pudo notar que se trataba de Damián. La vida del pequeño
niño dependía del otro. En cuestión de segundos ambos empezaron a cansarse,
pero Damián no lo soltaba.
— ¡No
me sueltes por favor! — Sollozaba
agudamente Guido.
— Tranquilo—Decía aplacándolo—No te soltaré.
Inmediatamente,
empezó a gritar de cielo a tierra. Si bien hubo una gran muchedumbre, su grito
de angustia se fue mezclando con los ruidos de balas, sirenas de policías,
inclusive de llantos agudos de bebes. Fue una pérdida de tiempo.
— ¡Qué
tonto eres, muchacho! — Exclamó
entre risas el señor extraño que anteriormente peleó con Damián — Agradezco que
hayas venido hasta aquí con el suficiente coraje para enfrentarme, pero eso no
durará mucho. No hay policías, ni testigos aquí. ¿Sabes lo que significa? —
Soltó ligeras carcajadas, mientras se acercaba lentamente donde los chicos.
Guido
no podía ver lo que sucedía arriba, pero Damián comenzó a temblar por la
aproximación del señor. Él podía ver la furia en los ojos de aquel extraño
vejestorio. También pudo concebir el
aroma del fracaso, cada partícula rompía la aspiración que en ese momento
Damián tenía.
— ¡Hasta
nunca! — Gruñó tan fuerte como un
rayo.
Una
patada en su espalda fue todo lo que se necesitaba para desprenderlo de la
superficie. Así, ambos chicos comenzaron a caer hacia las disturbas aguas del
Rio Guayas. Ni los lechuguines a su alrededor podían servir como salvación. En
su trayecto de caída, Damián susurró al oído de Guido:
— No
quería que esto ocurriera, porque yo…
Antes
de que él terminara, se habían sumergido por completo. Todo se había tornado de
un color cian, con una ligera variación tonal oscura. No había nada alrededor.
Después, distintas músicas se empezaban a oír, fue una mezcla de sintetizadores
con voces acarameladas, en una lengua no muy bien apreciada en la ciudad. De
manera difusa, unos quejidos empezaron a relucir. Más bien, eran llantos de
mujeres. Hasta que todo se oscureció, y no había nada. Nada de nada.
Un
puntillo se apreció de repente. Cada vez se empezaba a dilatar. Tenía tanta
fuerza de atracción, que podía mover el objeto más diminuto. Pero justo antes
de que todo se haga resplandor, hubo un temblor. Aquel hizo resquebrajar todo a
su paso, hasta que un gran silencio pululó el lugar.
Y
así, los días pasaron, con el mismo silencio sepulcral.